Cocina, despensa y comida en los conventos franciscanos de Querétaro en la época colonial

El Bajío sigue siendo un venero inagotable de temas coloniales, en especial la levítica Querétaro, en cuyas cocinas conventuales se sazonaron los mejores platillos y se experimentaron los innumerables dulces de nuestra celestial gastronomía mexicana.

Introducción

La vida cotidiana en los conventos de frailes ha sido hasta ahora poco revisada por los historiadores. Una de las razones se debe a que las fuentes para su estudio se encuentran depositadas en conventos aún activos, y su consulta no es fácil. Por otro lado, los intereses han sido diversos; se ha prestado mayor atención a los procesos de evangelización durante la época colonial, a la producción intelectual, a las actividades económicas y productivas, a la participación política, a los aspectos educativos y sociales y a la vida hospitalaria, piadosa y monástica propiamente dicha durante el Virreinato, pero no a las actividades cotidianas referentes a cocinar, a compartir los alimentos y a su almacenamiento.

Este artículo trata de reconstruir, a partir de los libros carta-cuenta, los espacios de elaboración, almacenamiento y consumo de los alimentos en los conventos franciscanos del Querétaro colonial, San Francisco el Grande y La Santa Cruz de los Milagros, usando el enfoque de la historia cultural.

Desde esta perspectiva, las formas de alimentación humana han sido estudiadas aludiendo a los gustos, tradiciones, costumbres, rituales, festividades populares, higiene y concepciones del mundo, aspectos que conocemos como pautas culturales, y que entran en juego para construir una manera particular de comer o alimentarse. Sin duda esta forma de abordar la temática ha enriquecido y estimulado nuevos trabajos.

Al estudiar la cocina de los conventos franciscanos en Querétaro, su larga y rica historia nos introdujo en el recuento de hechos pasados relacionados con prácticas cotidianas vinculadas a espacios especializados para llevar a cabo esas actividades.

Desde el punto de vista arquitectónico, los conventos eran una especie de fuertes autosufi-cientes, que contaban, ente otros espacios, con huerta, aljibes, cámara de almacenamiento de alimentos o despensa, cocina y refectorio.

Las órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, influyeron con sus procedimientos en la cocina de esta región a través de sus recetas, traídas de ultramar. De igual manera, el calendario litúrgico marcó las nuevas formas de comer según se tratara de la comida cotidiana o la de los días de guardar.

Es interesante conocer, a través de fuentes documentales de la época, tanto la productividad local como las acciones cotidianas relacionadas con la alimentación en los conventos masculinos, para entender mejor la historia de nuestra alimentación.

 

Los conventos masculinos, un legado culinario por descubrir

Querétaro ocupa una porción de territorio ubicado en el centro de México a la que se conocía a finales del siglo I XVIII como "la puerta a tierra adentro", o la "garganta de toda tierra adentro".

Geográficamente, el Bajío, zona de transición cultural entre el norte árido y el centro templado, atrajo a muchos colonos que llegaron a establecerse. En esta región fue intensa la colonización, sobre todo porque el descubrimiento de la ruta de la plata alentó el asentamiento de inmigrantes españoles. Pasado el empuje provocado por las riquezas que ofrecía la explotación de los ricos yacimientos de metales, el Bajío prometió ser la región que aseguraba un atractivo más duradero: su importante producción agrícola y comercial empleó a más gente, y a la larga sus dividendos se vieron reflejados en la opulencia de la ciudad de Querétaro.

La importancia agrícola, comercial y espiritual que alcanzó la provincia de Querétaro a finales del siglo XVI y principios del XVII se vio reflejada en la ciudad. Como pocos casos, Querétaro pronto dejó de ser un pueblo de indios para convertirse en "ciudad populosa y nobilísima de españoles". El acelerado crecimiento económico de la región tuvo un efecto inmediato en el crecimiento urbano. Se establecieron oficinas públicas en la plaza mayor, los comerciantes abrieron tiendas por doquier, los molinos de maíz no se daban abasto, los franciscanos erigieron importantes conventos, como La Cruz y San Francisco, y los pobladores prósperos y acaudalados construyeron ostentosas residencias y casas solariegas de campo.

Querétaro había alcanzado una reputación religiosa que rivalizaba con otras ciudades del reino de la Nueva España. Era un centro espiritual que se constituyó además en un eje importante para el desarrollo social y económico del Bajío oriental. Las propiedades de la Iglesia eran incalculables; su riqueza, infinita. Invirtieron con gran éxito en el campo. Explotaron la agricultura y la ganadería extensiva.

El convento de la Santa Cruz de los Milagros era el paso obligado del camino real de México; tenía una ubicación estratégica, ya que dominaba el valle, y en el siglo XVIII tenía un gran número de seguidores. Fue el centro estratégico del Colegio de Propaganda FIDE; de ahí partieron a fundar las misiones.

Por su parte, en el Convento Grande de los franciscanos convergían los tres caminos comerciales: el camino real Cocina, despensa y comida en los conventos franciscanos de Querétaro a Celaya, el camino real a Zacatecas, y el camino real de México.

Los sólidos edificios tenían dentro de su organización interior espacios importantes destinados al cultivo de frutos y hortalizas: las huertas; a la elaboración y preparación de la comida: la cocina; al almacenamiento de los víveres: las despensas, y al consumo de los alimentos: los refectorios.

A pesar de que contamos con extraordinarios archivos eclesiásticos en donde se guarda la memoria histórica y culinaria de los conventos, existen muy pocos estudios que aborden el tema de la cocina abacial masculina en México. Podemos decir que en los libros carta-cuenta, registros pormenorizados que hacía el provisor o el mayordomo, se detallaban año con año las viandas que ingresaban a las cocinas y despensas de los conventos. A través de ellos se puede saber el tipo de dieta que estos hombres llevaban; de la abundancia o escasez de sus alimentos y del calendario litúrgico que observaban en el comer. Asimismo, es importante resaltar la labor acuciosa de los cronistas del pasado, pues gracias a sus escritos guardamos interesantes descripciones de la vida monástica y de las tradiciones y gustos en el comer.

Arquitectura y espacios de la cotidianidad

Desde su fundación, el Convento Grande de San Francisco y el convento y colegio de la Santa Cruz de los Milagros I generaron "una serie de espacios arquitectónicos que eran el resultado de sus constantes adaptaciones al medio. Poco a poco una improvisada y modesta construcción de tipo efímero se iba transformando en una obra más duradera y confortable, que terminaba con el tiempo siendo un espectacular conjunto arquitectónico que no era sino la sumatoria de todas las etapas anteriores." (Font Fransi,1999).

Las adecuaciones y modificaciones se daban según las nuevas necesidades. El crecimiento daba lugar a verdaderos complejos urbanos que acumulaban las etapas constructivas, hechas en otros tiempos.

Tal es el caso del Convento Grande de San Francisco, que en el lapso de dos siglos fue sometido muchas veces a intervenciones de todo tipo. Tenía capacidad para albergar a más de 30 frailes.

En el diario del comisario general de la orden franciscana, fray Alonso Ponce, quien visitara Querétaro a finales del siglo XVI, se relata de forma elocuente cómo era ese convento "...cuya vocación es de Santiago, está acabado con su iglesia, claustro, dormitorios y huerta, tiene buen edificio de cal y canto, y es capaz de muchos religiosos...". Era grande, espacioso y bien construido (Guerrero Ferrer, 2006).

Muchos benefactores y patrocinadores de obras religiosas y civiles tuvo Querétaro; entre ellos Juan Caballero Osio, quien destinó una fuerte suma de dinero para el establecimiento de la enfermería, hospedería, huerta, panadería, cocina y portería en el convento de San Francisco.

En cambio, el convento de la Cruz era mucho más pequeño. Gracias a que sigue conservando intactos sus espacios, podemos imaginar las actividades relacionadas con el aprovisionamiento de agua, cosecha, almacenamiento, elaboración y consumo de los alimentos.

Cuenta con una pila de piedra para almacenar agua, un sistema de agua corriente para todo el edificio; un refectorio rodeado por poyos, con escalinata en medio para llegar al púlpito donde se hacía la lectura diaria mientras se comían los alimentos; cocina con bracero y lavabo, un tiro para la gran salida de humo, con elaborada campana para desalojarlos; alacenas para mantener en buen estado los alimentos y en algunos casos conservarlos fríos mediante arenas húmedas; estratégicos ventiladores a base de ductos de aireación, y por último la huerta, con depósito de agua que recibía del acueducto (Moreno Negrete, 2002).

La huerta estaba bien cultivada. En ella abundaban frutas de diferentes clases: "uvas, manzanas, limones, limas, naranjas, toronjas grandísimas, cidras disformes, etcétera"; también se cosechaban nísperos y duraznos.

Los agustinos y dominicos que se establecieron en Querétaro durante los siglos XVII y XVIII fueron grandes terratenientes. Al igual que los franciscanos, sus propiedades sumaban haciendas que producían cereales y hortalizas, y estancias de pastoreo de ganado. Además tenían a su servicio mano de obra indígena, ya que entre sus misiones evangelizadoras estaba enseñar a los indios el cultivo de plantas europeas. La cocina conventual, esa pieza especial para preparar los alimentos, estaba compuesta de amplios salones muy bien acondicionados para todo lo que el cocinero necesitara en su diaria labor. En estos recintos se llevaron a cabo prácticas culinarias que con el transcurrir del tiempo traspasaron la mesa conventual y se integraron a la cocina regional queretana.

 

Libros carta-cuenta

En el Archivo Histórico de la Provincia Franciscana de Michoacán, cuya sede está en la ciudad de Celaya, Guanajuato, hemos encontrado materiales interesantes acerca de la alimentación de los frailes franciscanos establecidos en Que-rétaro a partir del siglo XVI. Estos documentos son de suma utilidad para hacer estudios profundos de la cultura alimentaria en los conventos masculinos en México. En los libros llamados "carta-cuenta", los religiosos escribieron una memoria de su alimentación al registrar pormenorizadamente día a día, año con año, las provisiones que ingresaban a la despensa y a la cocina, así como sus gastos o erogaciones. Pudimos constatar que su alimentación incluía en mayor proporción alimentos de origen europeo, aunque su dieta comprendía de manera considerable dos productos mesoamericanos: chile y chocolate.

Además, en estos libros se revelan los gustos y preferencias culinarias, la integración de una dieta mestiza en la mesa conventual, el uso del calendario litúrgico establecido y el empleo de utensilios de cocina donde el cobre, el barro y la talavera poblana se habían integrado a la preparación y servicio de la comida.

Del inventario y la despensa

El libro de registro donde los frailes llevaban la contabilidad de sus ingresos y gastos permite dar una idea de la magnitud del Convento Grande de San Francisco. El guardián o el cocinero mismo era quien llevaba el control de los gastos. A veces contabilizaban los ingresos mensualmente, o bien de forma anual.

Para 1738, la cocina del convento contaba con la provisión de "19 @ [arrobas] de robalo, más 13 @ de camarón blanco, más 5 @ 17 libras de manteca, 9 @ de arroz, 10 fanegas de haba, 2 fanegas de lenteja, 1 carga de chile cerrada, más 1/3 de sal de Colima, 2 fanegas de garbanzo, 25 cargas de harina, 1 @ de aceite de oliva, 8 fanegas de frijol, carneros" (AHPFM, 1660, foja 95).

En materia dulce, gustaban beber, "en tazas de la Puebla y platos para chocolate", la espumosa y reconfortante bebida. Consumían "colación mexicana fina, conservas y orejones", así como cajetitas, puchas, bizcochos y soletas que repartían a la comunidad en Noche Buena o en las festividades de Corpus (AHPFM, 1660).

El calendario litúrgico era observado con rigurosidad; en la Cuaresma se comían: "huevos para viernes, 15 @ de pescado para la cuaresma, 6 @ de camarón, 6 fanegas de frijol, más una fanega de lentejas y otra de garbanzo" (AHPFM, 1660).

En el refectorio había "todo lo necesario como manteles, servilletas, cuchillos y jarros de agua", además de "dos toallas grandes para que se cuelguen en el refectorio, un paño de manos grande para los padres, 4 tinajas grandes, 1 docena de vinajeras, jarros y saleros los necesarios". La limpieza y pulcritud de los objetos, así como el cuidado de los lienzos usados para cubrir las mesas y limpiarse las manos estaba a cargo del ayudante del capellán.

En la cocina no faltaban "sartenes grandes, 'freideras' y cazos grandes de cobre y de hierro, tenazas de hierro, un garabato de hierro para colgar la carne, platos, escudillas, ollas y cazuelas, cedazos y camas de moler, que debió ser el metate, y comales de Michoacán para hacer el manjar blanco" (AHPFM, 1660).

De la cocina: aumentos y reparos

La cocina y el refectorio del Convento Grande de San Francisco muchas veces fueron intervenidos. Para ese efecto se registraban en los libros carta-cuenta, bajo el rubro de "aumentos y reparos", todas las modificaciones. Por ejemplo, para 1738 se modificó el púlpito del refectorio, y se "hicieron dos braseros grandes en la cocina mayor del convento" (AHPFM, 1738, foja 99/v). En otras ocasiones se habla de la compostura de una puerta y de dos ventanales grandes, y de "restañar algunas ollas de cobre y sartenes de hierro" (AHPFM, 1738).

También tuvieron que "remendar" chapas de puertas y caños, se pusieron pilas nuevas en la cocina y se arregló la chocolatera.

La balanza romana, instrumento imprescindible para pesar grandes cantidades, fue adquirida con todo y su marco, así como otra balancita de menor tamaño para pesar el pan.

Poco a poco la cocina conventual fue incorporando alimentos y objetos de la cocina indígena como el metate, al que llamaban "cama de moler", y el comal, además de incorporar achiote en los guisos, para dar sabor y color a las carnes de aves, cerdo y carneros. Para efecto de la molienda, los cocineros legos contrataban a una moza especialista en el manejo de ese instrumento para que triturara desde el maíz hasta los granos de cacao para preparar el chocolate.

El mantenimiento de la cocina y los cacharros era constante. Los registros indican lo meticulosos que eran, su apego al orden y a los propósitos de buen funcionamiento de sus tareas diarias, por ejemplo: estañar las ollas deterioradas, componer las puertas y ventanas de la cocina, reparar el fogón, y en una sola ocasión está referida la adquisición de un cuaderno para recetario: "se compró un libro nuevo para recetario y otro para llevar las cuentas de gasto y recibo de la enfermería, por separado..." (Guerrero Ferrer, 2006).

Por estos datos podemos inferir que la cocina tenía gran actividad, ya que dentro del convento se daba asistencia hospitalaria, además de preparar alimentos para cerca de sesenta religiosos.

De la huerta

En la Nueva España se erigieron haciendas y huertas conventuales como importantes laboratorios de experimentación para aclimatar plantas que venían de ultramar y difundirlas. Los frailes contribuyeron con su paciente labor al enriquecimiento de la cocina mestiza. Haciendas y huertas le dieron a la cocina una identidad regional con características singulares.

"Achiote", Larousse de la cocina mexicana, México, 2006. (Cortesía: Ediciones Larousse).

Hacia finales del siglo XVI, los franciscanos mandaron construir su convento en el corazón de la ciudad queretana. Era un amplio conjunto arquitectónico con áreas delimitadas: dos cocinas, una para la enfermería y otra para dar servicio a los religiosos del convento; el salón chocolatero, refectorios, dos huertas, fuentes, aljibes y depósitos de agua para las huertas. Fue aquí donde se aclimataron los frutos de Castilla. Ramos de Cárdenas nos narra: "Los religiosos de la orden de San Francisco, de este pueblo, ponen en su huerta garbanzos, pepinos y todo género de verdura dase muy bien, y, de su huerta, proveer a todos los vecinos". Había que ennoblecer estas tierras recién descubiertas "...así con plantas de Castilla, como con ganados mayores y menores..." (Guerrero Ferrer, 2006).

Una amplia variedad de frutas de España se cosechaban en la huerta del convento: higos, granadas, uvas, duraznos, membrillos, limas, limones, naranjas, cidras, manzanas y peras. En las tierras de riego se sembraban plantas me-soamericanas: maíz, frijol, calabaza, chile, tomate, jitomate, chía y el europeo trigo. Además, el clima benigno propició que los pies de cría, tanto de ganado mayor y menor como de aves menores, como la gallina, se reprodujeran con mucha facilidad.

La huerta se convirtió en un abastecedor infalible: diario se tomaban legumbres para cocinar, amén de todo lo almacenado en la despensa.

Algunos frailes conocían muy bien la conserva de hortalizas en vinagre, técnica europea conocida como salmuera. En frascos bien sellados guardaban zanahorias, chayotes, sazonados con cebolla, ajo y hierbas de olor. El salado, por su parte, fue la única manera de conservar las carnes rojas y blancas como el tasajo de res o el pescado salado y ahumado. Asimismo, encontramos que el uso de diversas especias empleadas en los embutidos (pimienta, clavo, canela, nuez moscada) dio a los alimentos posibilidades de encontrar nuevas mezclas y fusiones, sabores y texturas.

Antonio de Ciudad Real, monje franciscano, escribió entre 1584 y 1589 el Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, donde estudia las diferentes culturas asentadas en el centro norte de México. En esta obra explica la misión de su orden y describe la riqueza del convento de Querétaro, el cual contaba con una magnífica huerta que producía buenas cosechas de trigo (Acuña, 1987).

La producción constante de frutas hizo que los lugareños empezaran a preparar deliciosas compotas, mermeladas y dulces. El jesuita Francisco Antonio Navarrete asentó en La relación peregrina un párrafo que parecía más el tratado de un experto cocinero de la corte, y no el de un religioso:

El paladar se recrea con el gusto de tantas diferentes frutas, sin dar sen-tencia a favor de ninguna porque todas son exquisitas, pero en fin, sin agravio de las demás, los aguacates pueden cubrirse por grandes y de buen gusto, delante del paladar más melindroso y deben acompañarles los camotes, que sin controversia se lleva el País de Querétaro por su corpulencia, abundancia y exquisito sabor y de aquí nace que sus dulces sean en todas partes tan estimados, porque siendo las frutas de carne delicada y confortante, se sazonan con tal primor los cubiertos y las conservas, que es uno de los renglones de su comercio (Navarrete, 1987).

Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio criollo, describió, en Glorias de Querétaro (1680), las fértiles huertas que contribuyeron con la calidad de sus frutos a que "insensiblemente pasase Querétaro de pueblo no muy grande a ciudad magnífica y populosa". Su prosperidad atrajo a muchos vecinos que terminaron radicando en este valle. Las huertas de la ciudad podían satisfacer las exigencias de los paladares criollos, que se deleitaban con

...chirimoyas, aguacates, zapotes blancos, plátanos, guaya-bas, garambullos, pitahayas, ciruelas, tunas diferentísimas; y no echará de menos el gachupín sus celebrados y suspirados duraznos, granadas, membrillos, brevas, albérchigos, chabacanos, manzanas, peras, naranjas, y limones de varias especies; de todas las cuales frutas, o las más de ellas se hacen conservas de tan sabroso punto... No faltan las cañas dulces, melones, sandías y todo género de hortaliza, sin exceptuar las escarolas, verdolagas, el cardo y los espárragos, hay copia sobradísima de uvas de todos géneros, así en viñas dilatadas, como en parras frondosas.

Querétaro era un pueblo autosuficiente; de ahí que Sigüenza y Góngora dijera "...que de nada de afuera necesita aquella república dichosísima, poseyendo todo en sus haciendas, y casas, pan, carne, frutas, conservas, calzado y vestuario..." (Sigüenza, 1965).

Más tarde, el marqués de la Villa del Villar del Águila construyó en la ciudad de Querétaro una extraordinaria obra de ingeniería: el acueducto (1726-1735), que embelleció la ciudad. Había cerca de sesenta fuentes, entre públicas y privadas: "No había convento que no fuera un paraíso; casa que no fuera jardín; barrio que no fuera una primavera; ni salida por rumbo alguno que no fuera una deliciosa amenidad".

La obra del fraile capuchino Francisco de Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo XVIII, relata la prosperidad de Querétaro y de San Juan del Río, donde pudo observar "...varios ranchos y haciendas, y las cebadas, aunque no muy crecidas, estaban para segarse". Además: "Los frutos del país son trigo, maíz y cebada, con buenos pastos para ganado de toda suerte. El comercio en la villa es considerable, por ser la puerta y paso para toda tierra adentro..."( Ajofrín, 1964).

El circuito comercial establecido con otras regiones de México era muy activo, y sabiendo la ubicación estratégica de Querétaro, siempre salía beneficiado. Por sus caminos transitaban los arrieros, trayendo y llevando mercancías. Así, en estos libros nos percatamos del gran comercio que existía entre Querétaro y otras provincias, cuando anotaban que la sal la traían de Colima, los pescados de Campeche, los comales de barro de Michoacán, para hacer el manjar blanco, el cacao del Soconusco, o en ocasiones consignaban que el cacao criollo venía de Guatemala, y las tazas y platos de Talavera para tomar chocolate eran manufacturados en la Puebla de los Ángeles. De igual manera, tuvimos conocimiento de las viandas que se consumían de acuerdo al calendario litúrgico: las puchas y soletas para los días de Noche Buena y de Corpus, refrescos en las funciones y entierros de religiosos, y pescados para las vigilias.

Algunos alimentos tenían un claro destinatario, como el chocolate, que se daba especialmente a los padres lectores y vicarios después de sus actividades. El convento gastaba men-sualmente mil 500 pesos y 2 reales para surtir la despensa de cacao, azúcar y canela, ingredientes básicos de "ese brebaje que llaman chocolate", como decía el dominico Thomas Gage. Se daba chocolate "a toda la comunidad de los coristas y legos por mañana y tarde; a los novicios por la mañana, a los enfermos a cuantas horas lo necesiten, a los huéspedes y mozas de servicio y también a las molenderas..." (AHPFM, 1738, foja 98/d).

La cocina de los frailes, un microcosmos cultural

La impactante y sobria belleza de los regios edificios conventuales que habitaron las diferentes órdenes mendicantes establecidas en la Nueva España, así como la convivencia dentro de estos magnos recintos, son un testimonio vivo al que nos podemos acercar para conocer los espacios internos y las actividades que ahí se realizaron en otro tiempo. En general, junto al claustro mayor se encontraba uno más pequeño, "...alrededor del cual se distribuían la cocina, la panadería, la despensa, la cava, las habitaciones de la servidumbre y las caballerizas". En los conventos grandes, como San Francisco o Santo Domingo, los claustros se comunicaban con las huertas y jardines. Numerosos sirvientes mestizos, mulatos y esclavos, se encargaban de las labores más pesadas, ayudaban en la limpieza del edificio y atendían las tareas de la huerta y de la cocina.

Los votos de obediencia, castidad y fidelidad se cumplían tangencialmente, ya que el calendario litúrgico marcaba excepciones. Por ejemplo, para las ocasiones especiales como la fiesta de San Francisco compraron colación, aves, chocolate de Maracaibo y Caracas, así como abundante carne de vaca, manteca y pescado.

Las cocinas conventuales eran espaciosas, y su importancia dentro del conjunto arquitectónico era sin lugar a dudas relevante, ya que ahí se cocinaba el sustento diario de la comunidad religiosa. Las cocinas de los conventos masculinos eran muy parecidas:

Tenían un brasero rojo del que subía humo de olorosa leña de pino, que se escapaba por entre el hollín de la campana hacia el cielo de alegre azul. Borbollaban en el fuego las panzudas ollas en las que se cocía la abundancia maciza del puchero, sostenida por trébedes o tenamaste de piedra,... y se les oía un grato ronroneo y se les miraba unas ligeras nubecillas blancas que difundían deliciosos olor-cillos que alegraban los olfatos.

En las paredes se veían ristras de ajos, las cuelgas de chiles colorados, secos, crujientes, las mancuernas hechas chicales para los días de la Cuaresma. De una soga ya negra de tan pringada por las moscas, y que iba de muro a muro de los dos que formaban esquina, colgaban muy orondos los encendidos chorizos, las largas longanizas y la morcilla, "¡oh gran señora, digna de veneración!", y del techo pendían egregios y gigantescos jamones; también colgadas de los muros tiznados, se veían cazuelas de todos tamaños inimaginables, desde las pequeñas vidriadas en las que apenas si cabría un huevo frito, hasta las enormes de dos asas enhiestas, hondas como peroles, para guisar los guajolotes enteros; y estaban otros todavía mayores,... a más de cazos grandes y chicos, de un sinnúmero de picheles de cabida diversa y de jarros de todas las formas y tamaños, que hacían presentir el perfume adorable del barro fino, y con los que se formaban en la pared cenefas, ondas, mil dibujos graciosos.

En un rincón las orondas tinajas del agua, resudadas siempre, y la destiladera de piedra que con un claro son dejaba caer en la colorada y panzuda olla de Guadalajara su rítmica gota que parecía iba marcando el compás a algo desconocido o invisible. En el testero principal, la alacena grandísima, con burda loza de la Puebla de los Ángeles, de Oaxaca o de la rameada de Guanajuato; había cuchillos y cucharas de estaño o de alquimbre para uso sólo de las personas de calidad, que los más se servían ágilmente de los cinco dedos de la mano. Las tazas y platos más finos de la casa estaban puestos en fila multicolor en el revellín, o sea el saliente de la campana del brasero. (Valle Arizpe, 1964).



Las actividades en la cocina no siempre eran bien recibidas por los frailes; era mucho más placentero orar, recoger los frutos de la huerta y evangelizar, que trabajar en la cocina desplumando gallinas y pavos o despellejando carneros y cerdos.

Todos los monjes tenían la obligación de permanecer en la cocina de acuerdo a los roles o turnos establecidos por mandato superior. "El Semanero atenderá la confección de la comida, la limpieza de cocina y refectorio y el lavado de los utensilios" (Guerrero Ferrer, 2006, pág. 42).

Las costumbres monacales se observaban con rigor, aunque en la Nueva España la vida era mucho más relajada que en el viejo mundo. Los peninsulares decían que el clima era propicio para darse a los placeres y al relajamiento total. Sin embargo, la rigidez de los mandatos eclesiásticos se cumplía conforme lo mandaba la regla: ayunar y alimentarse con sobriedad; tomar los alimentos en silencio mientras se escuchaba la lectura, y observar el calendario litúrgico. En El libro de la oración y meditación, de fray Luis de Granada, al referirse al ayuno decía: "El ayuno es compañero y amigo perpetuo de la oración; gozo de Dios; alcanza la sabiduría y la discreción porque la gula embota los sentidos; alcanza la misericordia de Dios: [dentro de las]... seis excelencias corporales [enumeraba]: alarga la vida del hombre; ayuda a conservar la salud; mantiene la templanza y la hora; pertenece a todos los hombres, no sólo a los religiosos".

Hemos de mencionar que sí hubo frailes con verdadera vocación de cocineros. De estos sujetos dependía la supervivencia de la comunidad; tanto así que llegaron a ser muy apreciados y valorados dentro de la orden, pues con una piz-quita de esto y una pulgarada de aquello sazonaban los alimentos ricamente, y a los enfermos levantaban con un buen caldo de gallina. Uno de ellos fue San Pascual Bailón, hermano franciscano, que a decir de Alfonso Reyes, era el santo de la eucaristía, ya que ";... el mayor cocinero es el que adereza y sirve, en el sacrificio de la misa, el pan sagrado!" (Reyes, 1989).

San Pascual Bailón vivía entre fogones y anafres, rodeado de cebollas, calabazas, chiles, coles, ajos, carne salada y cacharros de cocina como ollas de barro, aventadores y hierro y comales de barro. Su fama fue tal, que su figura se volvió leyenda; de ahí que el pueblo hasta una canción le hiciera: "Baile en mi fogón/ San Pascual Bailón/ Oiga mi oración/ mi santo patrón/ y de mis pecados/ me dé remisión" (Reyes, 1989).

A pesar de lo estricta que podía ser la vida al interior de los conventos, siempre había momentos de esparcimiento. Las festividades religiosas daban la oportunidad a los hermanos de encontrar satisfacciones más mundanas, lejos de las prohibiciones y la censura. Por ejemplo, la ceremonia del Topetón, festividad que acostumbraban celebrar los franciscanos y dominicos en conmemoración de sus respectivos santos patronos, San Francisco y Santo Domingo de Guzmán, en la que los clérigos tomaban un pequeño refrigerio (Valle-Arizpe, 1940). La hermosa descripción que hace Valle-Arizpe bien podría servir para imaginarnos este espacio en Querétaro, ya fuera en el refectorio del Convento Grande de San Francisco o en el de la Cruz. En el amplio refectorio conventual, cuya mesa enorme era cubierta con blanquísimo mantel de alemanisco, se disponían los objetos de mesa, que contenían dulces y confituras variadas, bebidas diversas y no podía faltar en tal celebración el chocolate. Había

...abundante plata labrada en bandejas, azafates, mancerinas, platos, bernegales, escudillas, limetas, tembladeras y también se veía numerosa porcelana de China y de Sajonia y abundante cristal del de pepita y del lechoso de la Granja, en vasos, jarras y garrafas; pero más que estas preciosidades de vajilla tenían un magnífico resalte los grandes platones con áurea cocada, con sus incomparables cabujones de almendras y pasas, los de chongos zamoranos, los de arequipa de almendra y nuez, los de untuosas mermeladas, los de bocado real, los de leche de obispo, los de cafiroleta y cafirolonga, los de dulce de camote y piña, los de bien-me-sabe, recamados con lindos dibujos, hechos con polvo de canela, con piñones y con engranujo de colores; las enormes fuentes de alfeñiques, con delicadas frutas de almendra, con huevos reales y huevos moles, y otras más con encanelados quesillos de almendra, con crema aterciopelada, con regalo de ángeles, con alfajores entre obleas, con bocadillos de leche, de nuez, de coco, con brillantes canelones, man-zanitas y otras frutas sublimes hechas de almendra; con huevitos del faltriquera envueltos en rizados papelillos de color; con sus amieles y mostachones ilustres, con dulces cubiertos, calabazates, chilacayotes, xoconostles, acitrones translúcidos, adornados con plata y oro volador; con espejuelos de membrillo; con almendrados de azúcar, con peras tostadas o rellenas o escantilladas o borrachas; con duraznos cristalizados que fulgían como joyas.

Para quitar lo dulce de las bocas golosas y disponerlas para nuevos embates, había aguas frescas de guindas, de rosas, de limón, de naranja; agua de oro, agua divina, agua arzobispal, horchata, agraz, chicha resolí, cinamomo, garapiña, ratafia de nebri-na, de hypericón, de anís. Todo el copioso saber de los conventos de monjas se derramaba en aquella mesa...

Se servía chocolate, del famoso y fragante de tres tantos, y para despacharlo de modo conveniente había cerros de rodeos, de rosquetes, de cuchufletas, de bollos, de hojuelas, de pestiños, de selvias de Portugal, artaletes, de melindres, de frangipán, de arrepápalos, de escotafíes, de bizcochos envinados, de panes de la duquesa, de pasteles nevados, de tortas, de natas y de las de requesón, de papelinas, de gajorros, de bizcotelas, de puchas, de panqués, de tortillas de regalo, de frágiles gaznates. Con todo esto tan exquisito para mojar no había fraile que diese un solo trago de chocolate; todos los reverendos señores lo levantaban gentilmente a puro pulso, sopa tras sopa... (Valle Arizpe, 1964, págs. 125-126).

 

Este listado de nombres de dulces y de bebidas muestra la riqueza de la dulcería conventual novohispana; nombres todos ellos evocadores del lugar que les dio origen.

"Dulce de leche con nuez”, Larousse de la cocina mexicana, México, 2006. (Cortesía: Ediciones Larousse).

De las haciendas

Las primeras concesiones de tierra que se otorgaron a la población recién llegada de España consistían en un solar para edificar casa y huerto, y la merced de una o dos caballerías de tierras para cultivar. La idea era incentivar a los nuevos pobladores para asegurar el abasto de trigo y carne de la Nueva España. Su dieta básica se había reducido a trigo, aceite de oliva y vino, que eran considerados imprescindibles en la comida civilizada.

Los intentos de sembrar viñedos en el Nuevo Mundo resultaron un fracaso, a pesar de tener un clima templado. Se producía vino en poca escala y de baja calidad, pues con frecuencia las uvas no maduraban adecuadamente. La sentencia "Si quiere comer el español, debe tener pan de trigo; si quiere beber, debe tener vino" se convirtió en un castigo, por carecerse de estos productos. Por su parte, la demanda de aceite de oliva propició que en fechas tempranas se sembrara olivo; sin embargo, en los siglos XVII y XVIII la producción fue tan insignificante que lo importaron. El vino y el aceite de España se necesitaban para la vida cotidiana, y la iglesia lo usaba en los sacramentos.

La iniciativa de aclimatar algunas plantas del Viejo Mundo tampoco resultó del todo exitosa. Además, productos como el vino y el aceite tenían prohibiciones reales, que cuidaban los intereses del monopolio andaluz.

Con el tiempo, la explotación del suelo integró agricultura y ganadería. Las haciendas productoras de cereal eran extensiones de terreno que poseían sólidas construcciones para la vivienda del patrón y de los trabajadores, edificios de almacenaje para los granos, grandes obras hidráulicas, capillas de culto, corrales para animales de tiro y de trabajo, y espacios para las faenas agrícolas y la limpieza del grano. La productividad aumentó cuando la tierra fue tratada con tecnología europea, como arado, abono y medios de tracción animal. A estos rancheros se sumaron las miles de hectáreas, propiedad de las diferentes órdenes religiosas asentadas en el Bajío oriental.En el siglo XVII el Bajío dejó la crianza de ganado para convertirse, en el XVIII, en el "granero de México". La producción de las haciendas se destinaba a los mercados locales y regionales. Para la exportación sembraban trigo, maíz y, en menor cantidad, cebada. En las haciendas y ranchos también se cosechaban cebolla y guisantes.A pesar del auge, primero ganadero y después agrícola, Querétaro no despertó la codicia "...de los conquistadores, de los acaudalados financieros de Sevilla o de la corte real. El trigo, el maíz, el carnero y la lana no alentaron tanto como la plata, el azúcar y el cacao los sueños de los hombres con ambiciones. Como los productos de Querétaro estaban destinados a una mesa sencilla y nada más, no tenían lugar en el comercio trasatlántico del siglo XVI" (Super, 1983).

John Super quizá refiera el concepto de "mesa sencilla" a los productos regionales que hacían la cocina de todos los días y no tenían demanda en el mercado exterior; entre ellos se encontraban el maíz y el chile, que no eran parte de las tradiciones culinarias europeas. Sin embargo, la cocina cotidiana combinaba los ingredientes de una manera particular, por la variedad de productos que se cosechaban y criaban en estas tierras. Las fuentes coloniales nos permiten imaginar que esa "mesa sencilla" estuvo identificada con las pautas culturales alimenticias de los habitantes de esta región (Super, 1983).

Consideraciones finales

Este trabajo se ha nutrido tanto de fuentes coloniales como I de los trabajos de un número cada vez más creciente de investigadores. Las primeras son en su mayoría crónicas, relatos de clérigos, descripciones literarias que nos impactan por la belleza de sus palabras, por la relación que hacen entre comida, vida cotidiana y objetos de mesa. Por su parte, los aportes de los estudios académicos se han centrado no sólo en los aspectos políticos, económicos y eclesiásticos de la ciudad de Querétaro, sino que han indagado acerca de las estructuras sociales de lo cotidiano y de las pautas construidas y desarrolladas a partir de los intercambios culturales por los grupos en contacto en la América colonial.

Agradecimiento:

Agradezco profundamente a la señora Olivia González de Alegría, directora general del Instituto de Gastronomía de Estudios Superio-res de Querétaro (IGES), su generoso apoyo y patrocinio para la ela-boración de este artículo.

Adriana Guerrero es maestra en Historia del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla. Colabora en La Jornada de Oriente, con la columna El sabor de la vida. Investigadora independiente. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

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